55. Fuego y telarañas.
Mi voz corta el aire como un látigo invisible, y aunque no grito, la fuerza que la envuelve sacude la habitación con un pulso que parece arrancado de mi propia sangre, un eco carmesí que se entrelaza con las sombras y los muros de piedra, como si el santuario mismo contuviera la respiración, consciente del poder que emana de mí. No es un fuego que arda con llama visible; es una energía que se condensa, que palpita con la voluntad, con la fuerza que no depende de herencia ni de ritos, sino de la certeza de que soy quien decide qué vive y qué arde.
Thalen permanece frente a mí, firme al principio, pero noto cómo la tensión comienza a enrollarse en su cuerpo como serpientes que tantean cada fibra de su voluntad. Sus ojos, que antes me desafiaban, ahora titubean ante la intensidad que emana de cada línea de mi ser, ante la presión silenciosa de un poder que no admite comparaciones. Cada centímetro de la habitación parece comprimirse entre nosotras, cada sombra se mueve como si intentara a