43. El hijo no espera.

No abrió los ojos como un recién nacido. Los abrió como si acabara de recordar el dolor del universo, como si el tiempo entero se hubiera concentrado en la claridad de esa mirada que me atravesó el alma antes incluso de rozar mi conciencia. Y me miró.

Aún envuelta en sangre, humedad y el aroma metálico de mi propio poder, con las piernas abiertas sobre las sábanas empapadas del altar, lo sentí moverse en mis brazos con una calma que no era humana, una serenidad que desmentía cualquier lógica. No lloró. No tembló. No buscó mi pecho ni reclamó calor. Lo único que hizo fue mirarme, fijar su conciencia en la mía como si me hubiera conocido desde antes de que yo existiera, como si un hilo invisible hubiera tejido nuestras almas en un tiempo que no tenía principio ni final.

Las otras Betas se arrodillaron en silencio, conteniendo la respiración como si temieran romper el hechizo que nos mantenía suspendidas entre lo posible y lo prohibido. Algunas susurraban plegarias que habían aprendido e
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