44. Cuerpos que no duermen.

No sé cuántas noches pasan desde que su presencia se disuelve en el aire, evaporándose como la niebla sobre un río tibio. Ni siquiera estoy segura de que las noches existan, o de que el tiempo avance de la forma en que lo hacía antes; a veces pienso que lo que vivimos ahora es otra forma del sueño, una vigilia detenida que respira en silencios infinitos y en ecos que no sabemos nombrar. Solo hay una certeza: nadie duerme. Quienes aún respiran lo hacen con un desvelo que pesa más que cualquier sueño, con cuerpos que sienten el paso del tiempo pero no lo atraviesan, que caminan y tocan sin habitar del todo la realidad que conocen.

Desde que él desaparece, el santuario se transforma en un lugar que se mueve sin moverse, que respira sin aire, que guarda secretos en cada grieta de sus paredes húmedas. Las velas, aunque nadie las toque, permanecen encendidas, y sus llamas oscilan como si respondieran a un pulso invisible. Las paredes sudan agua salada con un olor a memorias olvidadas y dese
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