34. El hijo del deseo.
El agua frente a mí está tan quieta que parece cristal fundido, espejo de un cielo donde la luna se derrama como un pensamiento imposible de detener, y el viento apenas se atreve a tocar la superficie por miedo a quebrarla. Me despojo de cada prenda despacio, consciente de que no caen solo sobre la tierra, sino sobre siglos que me habitan, sobre memorias que se enredan entre mi piel y mis huesos, sobre dones antiguos que se despiertan con mi desnudez. Las otras me rodean en silencio. Algunas bajan la mirada, como si temieran violar mi presencia; otras me observan con ojos que ya no reconocen este mundo, ojos que ven más allá de la carne, que intuyen la chispa que corre bajo mi piel, el fuego que llevo en mi vientre.
Siento el peso de su fe, no como imposición sino como una corriente que recorre mi cuerpo y lo hace vibrar antes de que lo vea, antes de que lo toque. No me lo dicen con palabras, pero lo intuyo en la manera en que se apartan a mi paso, en el susurro de mi nombre que se co