290. El espejo de los amantes.
El amanecer llega sin ruido, filtrándose por los vitrales como si el cielo tuviera miedo de interrumpir lo que aquí ocurrió.
El Duque partió antes de que los sirvientes despertaran, dejando tras de sí solo el eco de una respiración entrecortada y el perfume seco que ahora impregna mi ropa. Nadie sabe aún que sellamos algo más peligroso que un pacto político: un vínculo que no pertenece a este mundo. Lo presiento en el aire, en el temblor que sigue latiendo bajo mi piel, en el modo en que la luz se curva a mi alrededor, como si el espacio mismo me reconociera.
El salón está vacío, pero no del todo.
Sobre la mesa donde firmamos el tratado, alguien ha dejado un objeto cubierto con tela negra.
Supe desde el primer momento que era suyo.
No por intuición, sino por esa vibración sutil que el poder deja atrás cuando decide quedarse en silencio.
Me acerco.
El paño está tibio al tacto, como si lo hubiera sostenido hace poco. Lo retiro despacio, sin saber si deseo o temo lo que voy a ver.
Debajo