289. Entonces lo escucho.
El salón sigue sellado, aunque la noche ya se retira en los vitrales altos como si el amanecer temiera entrar. Las velas se consumen despacio, dejando ese humo tenue que parece memoria de los cuerpos que hace poco se rozaron aquí, de las palabras que todavía vibran en las paredes. No sé si lo que siento en la piel es calor o un resto del poder del beso; me arde la nuca, me arden las manos. Cada cosa parece tener un pulso propio, como si el aire respirara conmigo.
El emisario duerme en la cámara contigua. Sus respiraciones cortas llegan hasta mí, y cada una me recuerda que su fiebre no es solo suya: parte de esa energía enfermiza me atraviesa también. Lo acepto sin resistencia. Hay algo en ese dolor compartido que me calma, como si mis nervios solo encontraran orden en el caos ajeno.
Entonces lo escucho.
Un paso contenido, una voz que se disculpa ante los guardias invisibles de la puerta. El sonido metálico del sello abriéndose. Y luego, el olor —un perfume seco, con notas de madera y