291. El emisario ha despertado.

La noche cae sin pedir permiso, arrastrando consigo un aire denso, casi húmedo, como si el palacio respirara con dificultad. Camino sola por los corredores en penumbra, los pies descalzos sobre el mármol frío, el eco de mis pasos diluyéndose entre los tapices y los susurros que la piedra guarda desde tiempos más antiguos que mis culpas. El espejo está en mi habitación, cubierto con el mismo paño negro que lo oculta de los curiosos, pero sé que no duerme. Ninguna cosa maldita duerme.

El emisario ha despertado.

Lo supe antes de que el mensajero lo anunciara. Lo sentí en mi piel, en esa punzada que me recorre el vientre cada vez que su respiración se altera, como si hubiera una cuerda invisible uniendo mi cuerpo al suyo. Es el precio del beso, lo sé; ese vínculo que no pide consentimiento ni olvido.

Cuando abro la puerta de su cámara, el olor a fiebre y cera quemada me golpea. Hay flores marchitas en un jarrón junto al lecho, y la luz de las velas dibuja sombras temblorosas en las parede
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