276. ¿Creíste que no te escucharía?
El aire de mis aposentos tiene ese peso húmedo y cálido que sólo aparece cuando la noche aún no decide dormirse del todo. El fuego de las lámparas tiembla sobre el mármol y proyecta mi sombra en las cortinas, alargada, distorsionada, más viva que yo. He dejado caer el manto, y la seda se desliza por mi piel con un rumor casi indecente, como si la tela recordara mejor que yo lo que significa el deseo.
Hace horas que el consejo se disolvió. Todos se fueron con sus máscaras bien colocadas, con sus promesas envueltas en mentiras, con esa cortesía que huele a veneno. Yo fingí sonreír. Fingí creer. Pero la sonrisa se quedó aquí, en la habitación, como una herida que no cierra.
Camino descalza hasta el espejo alto del fondo. Me observo a medias, entre la penumbra y el reflejo tembloroso del fuego. Mi piel aún lleva los rastros del perfume del banquete, del tacto ajeno que no sé si fue afecto o cálculo. A veces me pregunto cuánto de mí pertenece a mí misma, y cuánto he vendido —en caricias, e