275. Te miro.
La noche cae como una melodía que nadie se atreve a terminar. En el gran salón, las velas agonizan sobre los candelabros, derramando lágrimas doradas sobre el mármol, y las sombras parecen moverse con el pulso del aire, respirando junto conmigo.
Hace horas que los consejeros se han ido, arrastrando tras de sí el cansancio de sus intrigas, pero él —el bufón, mi bufón— sigue allí, sentado en el borde del estrado, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida en el suelo, como si buscara entre las grietas del mármol alguna razón para seguir fingiendo.
Lo observo desde lejos, apoyada en una columna, envuelta en un manto que apenas cubre mis hombros. Hay algo en su silencio que me atrae más que cualquier palabra, algo nuevo, casi doloroso, como si por primera vez hubiera decidido mostrarse sin máscaras.
—¿Te has quedado sin bromas esta noche? —pregunto, dejando que mi voz se deslice por el aire como una caricia.
Él levanta la cabeza lentamente, y por un instante me mira con una seri