256. No eres dueño de ella.

El aire en mis aposentos se carga de electricidad antes incluso de que los hombres crucen palabras, porque yo los observo desde mi sillón de terciopelo, con las piernas cruzadas y una copa de vino en la mano, y puedo sentir cómo la tensión se eleva en la estancia como un incendio contenido, como un filo que amenaza con desgarrar más que el silencio. El emisario está de pie, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el caballero veterano que hace apenas unos días juró protegerme no por deber ni por ambición, sino porque en mí vio un último símbolo de belleza en este mundo corrompido. Esa confesión aún vibra en mi memoria, un eco que late en cada caricia que compartimos, y ahora lo veo, erguido con el porte de la guerra marcada en sus cicatrices, dispuesto a desafiar a cualquiera que ose disputarle un espacio en mi vida.

—No confío en él —dice el emisario con voz grave, cada palabra cargada de orgullo—. Juras protegerla, pero no eres más que un soldado cansado, un perro viejo buscan
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