250. Entonces bébeme toda.
La sala aún respira la tensión de los días pasados, ese murmullo constante que se arrastra por los corredores del palacio como si los muros mismos guardaran el eco de las sospechas, y yo me deslizo por él como una sombra vestida de sedas, fingiendo calma, fingiendo indiferencia, aunque sé que cada mirada clavada en mí es un filo que tantea dónde herirme. Me descubro sonriendo con el veneno suave de quien sabe que la belleza puede ser un escudo y una daga al mismo tiempo, pero bajo esa sonrisa hay un pulso de advertencia que no dejo escapar: todos quieren probarme, todos quieren ver si mis rodillas flaquean, y yo sé que no debo concederles ni un temblor.
Es entonces, en medio de ese silencio denso que se alza después de cada palabra no dicha, cuando escucho la risa que desentona, una risa rota, quebrada como un cristal mal ensamblado, y veo avanzar hacia mí una figura que parece sacada de los escombros de un carnaval arruinado: un hombre de rostro cubierto por una máscara astillada, co