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249. Las caricias de la sospecha.

El salón del consejo huele a madera encerada, a polvo viejo y a perfume masculino demasiado fuerte, una mezcla sofocante que se me adhiere a la piel y me recuerda en cada instante que estoy rodeada de lobos con dientes limados en sonrisas educadas. Me observan como quien acaricia con los ojos un veneno encerrado en una copa de cristal, dudando si beberlo o derramarlo en la garganta del enemigo. Yo sonrío, ladeo la cabeza, juego con el borde de mi abanico como si el murmullo de sus preguntas fuese apenas un soplo de aire, aunque sé que cada palabra es un hilo de acero que intenta enredarme.

—Una lástima la muerte del consejero —dice uno de los más viejos, de barba blanca y ojos que no parpadean—. Se le veía tan fuerte, tan enérgico, hasta hace poco.

Me inclino hacia adelante, dejando que la tela de mi vestido se tense sobre mi pecho, consciente de cómo sus pupilas tiemblan un instante antes de regresar a mi rostro.

—Todos somos polvo cuando el destino lo decide —respondo con voz suave,
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