238. Los celos del emisario.
El amanecer roza las torres cuando escucho el golpe en la puerta, seco, insistente, casi violento. No necesito preguntar quién es, porque hay una manera en la que el aire se tensa cuando él se acerca, como si todo en la estancia supiera reconocerlo antes que mis propios ojos. Me encuentro aún con la seda apenas anudada, la piel marcada por la velada que ofrecí anoche, los recuerdos de múltiples manos sobre mi cuerpo mezclándose con el perfume de las lámparas apagadas.
Abro la puerta con una sonrisa contenida, y ahí está él, el emisario, con la mirada dura, la mandíbula apretada, y ese gesto suyo de quien lucha contra algo que no quiere admitir en voz alta. Entra sin esperar invitación, cruza la habitación como un depredador que reclama un territorio que considera suyo, y yo lo observo con la calma de quien sabe que el verdadero poder no siempre grita, a veces susurra.
—Te vi —dice de inmediato, y sus palabras son cuchillas que no buscan explicación sino confesión—. Los rumores corren