175. La celda del placer.
El aire en el pasillo se vuelve más denso con cada paso que damos, y aunque no lo muestre en mi rostro, lo siento palpitar sobre mi piel como un presagio, porque sé que no me conduce a los aposentos ni a los salones donde el lujo cubre la podredumbre, sino a un lugar que respira con otro ritmo, donde las paredes están impregnadas de secretos demasiado oscuros para salir a la luz. Su mano sujeta la mía con fuerza excesiva, casi como si quisiera aplastarme los huesos para recordarme que soy suya, y en ese gesto hay tanto de deseo como de sospecha, porque lo noto en la forma en que sus pasos no vacilan, en la rigidez de sus hombros, en la manera en que me arrastra sin dar explicaciones.
—¿Adónde vamos? —pregunto con voz suave, fingiendo inocencia, como si de verdad no pudiera adivinarlo, aunque ya perciba el olor metálico de la humedad y de algo más, algo que tiñe el aire con una vibración de memoria rota.
Él no responde de inmediato, y su silencio se convierte en un filo que corta más q