170. La visita secreta.
La noche respira hondo y cada rincón del palacio parece escucharme caminar, como si mis pasos fueran secretos susurrados en las losas húmedas. Camino despacio, con la capa ajustada al cuerpo, ocultando la piel como si eso bastara para apagar el incendio que arde en mí desde que recibí el mensaje. Mis labios todavía guardan el eco de una promesa envenenada y, aunque debería temer ser descubierta, siento que el riesgo late en mis venas con un pulso más fuerte que el miedo, como si mi cuerpo buscara por instinto el peligro del roce prohibido.
Lo encuentro en una cámara olvidada, allí donde las paredes guardan moho y las lámparas parpadean como luciérnagas agonizantes. Está esperándome de pie, apoyado contra una columna quebrada, con la sonrisa de quien sabe que la traición se alimenta mejor cuando se disfraza de caricia. Sus ojos me recorren antes que sus manos, y en ese primer instante ya siento la piel encenderse, porque sé que lo que compartimos no es afecto inocente, sino un pacto de