165. La tempestad en la cama.
La noche no tiene calma, no hay luna que consuele ni música que suavice las sombras que se alargan en los corredores del palacio; esta vez la oscuridad es un animal que ruge y me espera con las fauces abiertas, porque sé que él está allí, el conspirador, con sus ojos como brasas, ardiendo de sospechas, de celos, de esa furia que nunca sabe contener cuando cree que soy suya y al mismo tiempo teme que no lo sea.
Me encuentra antes de que yo lo busque, me arrastra del brazo con la violencia de un mar embravecido que no admite resistencia, y mi espalda choca contra la puerta de sus aposentos cuando la cierra de un golpe seco, como si con ese gesto quisiera encerrar no solo mi cuerpo, sino la verdad que arde en su mente.
—¿Crees que no lo sé? —escupe las palabras entre dientes, con la voz cargada de rabia contenida—. Tus labios huelen a otro, tu piel guarda rastros que no son míos.
Lo miro con una sonrisa apenas curvada, porque nada lo enciende más que mi insolencia.
—Quizás porque no eres