La noche se abre sobre mí como una herida oscura, y yo camino hacia el jardín prohibido del palacio con pasos silenciosos, sabiendo que cada sombra que me roza podría ser testigo de mi traición, pero también confiando en que el riesgo es lo que da sabor a esta nueva partida que se juega no solo con palabras, sino con piel y veneno. El aire está saturado de aromas dulces y mortales: jazmines que se abren bajo la luna, lirios que ocultan el filo invisible de sus savias, rosas cuyos pétalos brillan como labios carmesí recién besados, y detrás de todo, esa fragancia más sutil y peligrosa, la del veneno que duerme en lo profundo de las hojas, esperando la mano correcta que lo despierte.

Él ya me espera entre las estatuas cubiertas de musgo, con la capucha que apenas oculta su rostro y esa mirada ardiente que siempre me persigue, mezcla de devoción y hambre. Lo observo un instante en silencio, porque disfruto de la manera en que se agita al sentirme llegar, como si mi presencia fuese una or