159. El filo de la traición.
El aire de la habitación está tan denso que parece humo invisible, tan cargado de celos y deseo reprimido que mi piel lo siente como si fueran cuchillas acariciándome a cada respiro, y yo permanezco de pie, desnuda, aún con el calor del otro hombre adherido a mis muslos, mientras la mirada del conspirador me atraviesa como una lanza que no busca solo herir, sino poseerme incluso en la herida.
No dice nada al principio, y ese silencio me hiere más que cualquier insulto, porque sé que en él se concentra la tormenta, el filo de una rabia que no puede contenerse mucho más. Yo doy un paso hacia él, deliberadamente lento, dejando que mis caderas dibujen un vaivén calculado, como si no temiera su furia, como si mi cuerpo fuera mi única defensa y también mi única provocación.
—¿Vas a quedarte mirándome como si fuera un fantasma? —murmuro, con voz baja, envolvente, como si pudiera calmar el incendio con un susurro.
Él avanza de golpe, y su mano se estrella contra mi rostro, no con un golpe abi