122. Susurros en la carne.
El silencio nunca es completo cuando cierro los ojos; siempre queda un murmullo que se desliza entre mis pensamientos, un roce invisible que me recuerda que no estoy sola ni siquiera dentro de mí, que mi cuerpo ya no es solo mío sino un campo donde resuenan ecos que se alimentan de cada estremecimiento, y esta noche, mientras me dejo caer sobre la cama, con el cuerpo aún temblando por la batalla del día, siento que alguien —o algo— respira con mi misma cadencia, como si las sombras observaran con una paciencia que me provoca un escalofrío dulce en la piel.
Meira me sigue con la mirada, esa mezcla de celos y deseo que nunca sabe ocultar del todo, y se acerca despacio, con una copa en la mano, el borde del líquido brillando bajo la luz tenue. “No deberías mirarme así”, le susurro, pero mi voz no tiene firmeza; más bien suena como una invitación, una rendija abierta en la que ella se desliza sin pedir permiso. Se sienta a mi lado, roza mi muslo con el dorso de su mano, y en ese gesto hay