115. La amante y la bestia.

El aire se rompe con un estruendo seco, como si el mundo mismo exhalara una furia contenida demasiado tiempo, y antes de que pueda reaccionar ya siento cómo la madera del refugio cruje bajo el peso de los intrusos, sombras que se arrastran con pasos seguros, enemigos que huelen mi miedo antes incluso de que lo reconozca, y yo me alzo, desnuda aún bajo los pliegues mal cerrados de mi túnica, preguntándome si acaso no fue mi propio gemido el que abrió este umbral y los invitó a pasar.

Meira se interpone frente a mí, su espada aún manchada de la sangre que derramó en la última emboscada, y su voz tiembla más de lo que su brazo quiere admitir:

—Névara, retrocede… no son simples hombres, son los que han estado acechándonos incluso en sueños.

Yo la escucho, pero mis ojos ya están en él, en el traidor que se desprende de la sombra como si hubiera sido tallado de la misma oscuridad, y cuando habla su voz resuena en mis huesos, más íntima que un susurro de amante:

—Eres tú, Névara, quien abrió
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