114. La caricia del verdugo.

El aire sabe a hierro y ceniza cuando despierto dentro de un sueño que no me pertenece, una prisión de velos oscuros donde cada sombra se desliza como si conociera mis secretos más íntimos. Los pasos que escucho no vienen de fuera, sino de un recuerdo arrancado de mi piel, un eco de lo que alguna vez amé y perdí. Sé que los enemigos han cruzado el umbral de mis noches, que han vestido los cuerpos de los muertos para usarlos contra mí, y aun así no cierro los ojos ni aparto la mirada cuando la figura surge de entre la penumbra: es él, mi amante caído, con la misma sonrisa ladeada que me hacía temblar, con las manos que antes me arrancaban gemidos ahora extendidas hacia mí como si nunca se hubieran hundido en la nada.

—No puedes estar aquí… —susurro, pero la voz me tiembla y no sé si es miedo o un deseo que me niega descanso.

Él ríe con suavidad, esa risa que siempre me hacía perder la noción del tiempo, y me rodea como un cazador que no necesita correr porque sabe que la presa quiere s
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