La tela del vestido me rozó la piel con una sensación que ahora asocio sólo con falta de abrigo emocional: incomodidad. Me quité los zapatos al lado de la cama, los coloqué juntos, como quien intenta mantener un orden que la cabeza no tiene. Me apoyé sobre las manos y dejé que las lágrimas vinieran.
Al principio fueron sollozos tímidos, escondidos, casi como si temiera que se escucharan y alguien viniera a preguntarme si estaba loca. Pero luego las lágrimas hicieron lo que tenía que hacer: bajaron, calientes, reales, mordiendo todo lo que quedaba de orgullo. Me revolví entre llantos y recuerdos, pronunciando frases que se volvían puñales: “No valgo para nada”, “No merezco más que esto”, “¿Solo sirvo para satisfacerle?”. Me hablaba en voz alta para comprobar si lo que pensaba era verdad o si era solo un invento de mi miedo. Cada palabra fue una confirmación para la herida. Rosa, previsora, llamó a la puerta después de un rato, con la bandeja en la mano. No insistí