Salí del salón como si caminara en cámara lenta, cada paso una preocupación. La noche había sido una sucesión de escenas que se proyectaban sobre mí como imágenes en una pantalla a la que no había invitación para cambiar de canal. Sarah brillaba —esa es la palabra: brillaba— y la gente alrededor parecía tener esa certeza colectiva de que la adoración era algo natural, casi instintivo.
Me observaban como quien mira a una pequeña estatua preciosa: con reverencia y complacencia. Las manos se tendían hacia ella para saludarla, las sonrisas se abrían cuando ella hablaba, las risas se le ofrecían como flores. Todo lo que hacía resultaba perfecto y estudiado: la inclinación de la cabeza, el gesto casual al apartarse un mechón de cabello, la risa ligera cuando alguien contaba una anécdota. Sarah era, en ese salón, la diosa del protocolo y de la presencia: imbatible, inalcanzable.
Yo estaba sentada a su lado y, aun así, me sentía pequeña. No era sólo la palidez de mis manos, ni la sombra ba