El día comenzó con el mismo aire pesado de siempre. Abrí los ojos lentamente, parpadeando contra la luz suave que se filtraba por las cortinas de lino. La habitación estaba en silencio, salvo por el tic-tac del reloj sobre mi mesita de noche. Por un momento pensé que Rosa vendría enseguida a despertarme, como de costumbre, pero la casa permanecía tranquila, sin su voz rondando en el pasillo.
Me incorporé en la cama, acomodé la almohada contra la cabecera y me quedé allí, observando mis manos. Aún se veían frágiles, casi sin color, como si hubieran perdido el brillo de antes. Todo en mí parecía desgastado, opaco.
Decidí bajar a la cocina. El aroma me recibió antes de cruzar la puerta: cebolla dorándose, un ligero toque de ajo, algo de caldo hirviendo. Rosa estaba de espaldas, moviendo con paciencia una cuchara de madera dentro de una olla. Llevaba un delantal con flores pequeñas y el cabello recogido en un moño imperfecto. Se veía concentrada, pero también tranquila.
No me saludó de in