Desperté sin ganas, otra vez. El techo de mi habitación parecía burlarse de mí, con sus tonos claros que antes me parecían tan acogedores y hoy no eran más que un reflejo del vacío que llevo dentro. El aire estaba pesado, denso, como si me obligara a permanecer acostada. No tenía motivos para salir de la cama, pero tampoco para quedarme en ella. Vivía en esa contradicción absurda de no querer moverme y, al mismo tiempo, sentir que el encierro me consumía.
Aun así, después de varios minutos luchando contra mi propia pereza, me incorporé lentamente. No porque quisiera, sino porque el silencio del cuarto comenzaba a ser asfixiante, me hacía sentir un vacio enorme.
Me arrastré hacia el baño, me lavé la cara con agua fría, y observé mi reflejo en el espejo: ojeras marcadas, labios resecos, piel apagada. No reconocía a la muchacha que estaba frente a mí. Esa persona ya no era yo.
¿Dónde había quedado esa Isabella que alguna vez todos señalaban como perfecta?
Bajé a la cocina con pasos cansa