Salí de la casa de Matías con la intención de ir directamente a la mía. La noche estaba fresca, y el jardín que rodeaba la mansión estaba iluminado tenuemente por las luces bajas, que dibujaban sombras largas y alargadas entre los arbustos. Apenas había dado un par de pasos cuando escuché la voz de la madre de Matías:
—Isabella, ¿no te vas a despedir de tu prometido?
Me detuve, sorprendida. No esperaba verla allí, y su tono tenía esa mezcla de sorpresa y reproche que siempre me incomodaba. Dudé unos segundos, el corazón latiéndome con fuerza, y finalmente asentí con un gesto leve. Caminé hacia el jardín, donde Matías y Sarah estaban juntos, aparentemente ajenos a mi existencia, como si mi presencia fuera casi invisible.
Mi respiración se volvió un poco más contenida al acercarme. Sarah me saludó con una sonrisa dulce y, sorprendentemente, me tomó la mano para darme un ligero beso en la mejilla.
—Adiós, Isabella. Que descanses —dijo, soltándome después con esa calma que parecía casi en