Esa noche, todavía con la sensación amarga de lo que había ocurrido con mis padres y el enojo contenido hacia Matías, subí al carro con decisión. Le indiqué al chofer que nos dirigiera directamente a la casa de Matías, ignorando cualquier intento de conversación: necesitaba enfrentar lo que tenía que enfrentar y no quería perder tiempo en rodeos.
Durante el camino, me mantuve en silencio, observando la ciudad a través del vidrio. La luz amarillenta de los faroles iluminaba mi rostro, reflejando mi estado de ánimo: mezcla de frustración, tristeza y determinación. Sabía que, al llegar, tendría que sostenerme firme frente a Matías y, por primera vez, mostrarle que no podía ignorarme como si todo lo que había sentido esa noche no importara.
Al llegar a la mansión, el portón se abrió y el chofer estacionó con cuidado. Salí del carro con pasos decididos. Al entrar, la primera visión que me recibió fue inesperada: Sarah estaba allí, perfectamente arreglada, conversando con la madre de Matías