Los días después de aquella cita con Matías se me hicieron insoportables. Todavía recuerdo el modo en que me tomó la mano en el restaurante, sus ojos esquivando los míos cuando se atrevió a pronunciar que tenía que decirme algo… algo que no podía esperar. Su voz grave, contenida, como si estuviera atrapada entre el deber y la culpa. Pero lo dejó en suspenso, me lo arrebató de los labios justo cuando creí que por fin iba a confiarme la verdad.
Desde entonces, cada hora se volvió una tortura. Los mensajes de Matías llegaban como gotas de agua en un desierto, pequeños gestos que no calmaban la sed. “Buenos días, Isa. ¿Cómo amaneciste?”, “¿Ya comiste?”, “Te llamo en la noche.” Conversaciones comunes, banales, incapaces de responder la única pregunta que me perseguía: ¿qué es eso que me está ocultando?
Lo peor era su tono: tan normal, tan ligero, como si la conversación pendiente nunca hubiera existido. Reía conmigo por teléfono, me preguntaba por mis cosas, incluso me llamaba con diminuti