Alejandro llegó puntual, como siempre.
Traía puesta una camisa azul claro, las mangas arremangadas, el cabello revuelto.
Su sonrisa me envolvió apenas bajé las escaleras.
—Te ves preciosa —dijo con esa naturalidad que siempre me desarma.
—Gracias —respondí, aunque sabía que no lo decía por cortesía. Alejandro no sabía decir nada que no sintiera.
Nos subimos al coche.
Durante el trayecto, él hablaba de cosas triviales: el tráfico, una operación complicada, una paciente que le regaló flores.
Yo escuchaba sin escuchar, mi mirada perdida en las calles.
Hasta que su tono cambió.
—Isa… —dijo en voz baja—, ¿estás bien?
Lo miré, fingiendo sorpresa.
—¿Por qué lo preguntas?
—Te noto distinta —respondió—. Desde hace unos días.
Como si estuvieras… lejos.
—No, no. Solo he estado cansada —mentí.
—¿Cansada o preocupada? —insistió, con esa mirada suya que atraviesa defensas.
Me mordí el labio, buscando una respuesta que no existía.
—Un poco de las dos cosas —dije al fin.
—¿Tiene que