El silencio de la casa se sentía diferente esa noche. No era pesado ni sofocante, más bien parecía un susurro amable, como si las paredes mismas quisieran escucharme. Yo aún llevaba la ropa comoda con el que había salido a cenar con Alejandro. Había sido una velada extraña: ligera por momentos, dolorosa por otros. Una mezcla que aún no lograba digerir del todo.
Rosa me esperaba en la sala, como siempre, con esa expresión suya que oscilaba entre curiosidad y ternura. Apenas me vio, sus ojos brillaron y me preguntó con una sonrisa que parecía contener mil palabras:
—¿Cómo te fue?
Me dejé caer en uno de los sillones, con una especie de alivio cansado. Cerré los ojos por un segundo, inhalando hondo, y cuando los abrí, me descubrí sonriendo.
—Increíble, Rosa. —Sentí un cosquilleo al decirlo—. Hoy fue mi primera clase de baile y… no sé, fue como si hubiera redescubierto algo que estaba dormido en mí.
Rosa se acercó de inmediato, como si mis palabras fueran un regalo.
—Te lo dije, niña. Te l