El silencio volvió a invadir la habitación después de que Alejandro terminó de contarme lo que había pasado la noche anterior. No podía mirarlo mucho tiempo seguido sin sentir que me hundía en la tierra. La vergüenza era tan grande que apenas podía sostener la respiración.
Tenía la sensación de que nunca había estado tan expuesta, tan vulnerable ante alguien que apenas conocía. Lo peor era que no quería huir. Una parte de mí, la parte que siempre se protegía, me gritaba que me fuera, que saliera corriendo de esa casa y olvidara todo. Pero otra parte… otra parte sentía algo diferente. Como si, de algún modo extraño, ese desconocido me transmitiera confianza.
Me mordí el labio, sin saber cómo iniciar la conversación. Pero de pronto recordé algo, un detalle que me atravesó como un rayo: mi ropa.
Tragué saliva, tratando de reunir valor para preguntar.
—Alejandro… —dije en voz baja.
Él levantó la mirada hacia mí con calma, como si esperara mis palabras.
—¿Qué pasó con… mi ropa?
Me arrepent