El silencio fue lo primero que nos envolvió.
Ese silencio incómodo, pesado, donde las palabras se atascan en la garganta y lo único que existe es el cruce de miradas. Yo lo miraba con los ojos abiertos, sin atreverme a moverme demasiado, cubriéndome todavía con las cobijas, como si esa tela pudiera protegerme de él, de su presencia y de todo lo que no recordaba.Él, en cambio, parecía tranquilo. Demasiado tranquilo.No apartaba la vista de mí, y esa calma suya me inquietaba más que si hubiera mostrado enojo o impaciencia. Su serenidad era desconcertante, como si tuviera todo bajo control, como si yo fuera la única que estaba perdida en este laberinto.No podía más. Tragué saliva, respiré hondo y, con un hilo de voz que al principio casi no salió, pregunté:—¿Quién eres?… ¿Qué estoy haciendo aquí?Mi tono buscaba firmeza, pero estaba cargado de miedo. Lo sabía yo, lo sabía él.Él no respondió de inmediato. Dio un paso hacia mí, lento, calculado, y esa lent