Yo intenté devolverle la sonrisa, pero sólo logré balbucear un “gracias” antes de querer huir. No lo hice. No podía. El olor que inundaba la cocina me ancló ahí. Chiles, tortillas doradas, queso derritiéndose. Mis sentidos estaban aturdidos, pero ese aroma me devolvía a la vida.
Me negué, claro. Era lo mínimo que podía hacer: dejar de abusar de su hospitalidad. Pero Alejandro no aceptó un “no” como respuesta.—Siéntate, Isabella. No es molestia. Además, yo odio comer solo.Me quedé en silencio unos segundos, debatiéndome entre la vergüenza y el deseo. Pero cuando él dejó frente a mí un plato humeante, con el queso todavía burbujeando, mis manos reaccionaron antes que mi orgullo.Me senté. Y probé el primer bocado.Era delicioso. No lo podía creer. Cada sabor era un abrazo inesperado, una caricia a mis sentidos, algo que no sentía desde hacía tanto que me dolía admitirlo.—Está… increíble —murmuré, incapaz de disimular mi asombro.Él sonrió. Esa sonrisa. M