Los días pasaban lentos, como si alguien hubiera decidido estirar el tiempo solo para castigarme. Todo se repetía, como una cinta vieja que nadie se atreve a cambiar. Yo respiraba, sí, pero no vivía.
Me despertaba en la madrugada, siempre a la misma hora. Abría los ojos y me encontraba en la misma cama, con las mismas sábanas arrugadas y el mismo silencio que pesaba más que cualquier grito. El dolor físico se había vuelto un compañero incómodo pero tolerable; lo que me destrozaba era la soledad, esa que se había instalado dentro de mí y me recordaba a cada instante que lo había perdido todo: el amor que me había sostenido, la ilusión que me había hecho aguantar años de humillación y sacrificio.Ahora, lo único que me quedaba era este cuerpo marcado y un corazón envenenado por recuerdos que ya no quería tener.Rosa era la única que me acompañaba. Me hablaba poco, quizá porque entendía que las palabras podían ser más crueles que el silencio. Aun así, su presencia era const