Empujaron la camilla de Teodora hacia el horno crematorio.
Ernesto se quedó afuera; ni una lágrima le salió.
—¿De qué murió exactamente? —preguntó, con la voz apagada.
—Cáncer de páncreas, fase terminal. Lo detectaron hace un mes —respondió el médico forense.
Un pincho le atravesó el pecho. Apretó los labios hasta cortarse por dentro:
—¿Por qué no me lo dijo? Si lo hubiera sabido antes…
—No quiso —intervino Sofía—. Ya no esperaba nada de ti.
Aquella frase lo paralizó. “Claro”, pensó, “ya la había perdido mucho antes de su muerte.”
Creyó que ella lo entendería: él solo quería un heredero; Liliana era un pasatiempo. Jamás pensó divorciarse, mucho menos reemplazarla.
Pero ella se rindió.
Se rindió tanto que ni siquiera le notificó su sentencia final.
El llanto le nubló la vista. Recordó su promesa de boda:
—“Para siempre tú y yo; jamás te fallaré.”
Entonces sí lo creía: juraba amarla hasta desangrarse.
“¿Cuándo empezó a romperse todo?” Quizá tras cada intento fallido de in vitro, tras las