Aimunan
Habían pasado meses desde que la selva se convirtió en mi refugio. El dolor físico de la herida sanó gradualmente gracias a las medicinas de Isaac, pero el vacío que dejó Alexander, la traición a mi propia naturaleza, era el veneno que necesitaba purgar.
Yo estaba en el centro de la cabaña circular, la luz se estaba filtrando por el techo de palma. Isaac me había explicado: el Piasán sana cuando se reconcilia con la verdad. Mi verdad era que había elegido la ceguera, confiando en el hombre que mi intuición había advertido. Esa ofensa a mi esencia me mantenía prisionera.
—No se trata de perdonarlo a él, Munan —me dijo Isaac una mañana, mientras molía raíces en un cuenco de madera—. Se trata de perdonarte a ti misma por haber querido ver lo bueno.
Trina estaba a mi lado; su presencia era una ancla. Ella no preguntaba, solo acompañaba. Muchas veces le pedí seguir con su vida, porque reparar un útero podría llevar meses, incluso años. Además, la dieta era demasiado est