Aimunan
Mike regresó con un pequeño reproductor de música y unos audífonos de diadema, un artefacto futurista y disonante en la cabaña de palma. Habíamos encendido una fogata pequeña en el brasero de barro para mantener el calor. Trina, Mike y yo formábamos un triángulo silencioso.
—Algo que conecte con la tierra. Algo antiguo —respondí a Mike, concentrándome en el fuego.
Él puso lo que parecía ser música Kariña ancestral, sonidos de flautas de carrizo y maracas, ritmos que imitaban el murmullo de los tepuyes. Aunque él era Kariña y yo Pemón, nuestros ritos compartían esa esencia elemental, y por eso le pedí que usara su dialecto. Me coloqué los audífonos y cerré los ojos.
Forcé mis sentidos. No intenté ver a nadie; intenté sentir el ritmo de mi propio corazón al compás del tambor. Sentí el pulso de la sangre, el calor del fuego en mis pies, el aire pesado de la noche. Me aferré a la tierra, a mi elemento sanador.
De repente, la música se distorsionó.
No eran los audífonos.