Aimunan
El primer sonido no fue la sirena, sino un silencio blanco. Un pitido constante, plano, inhumano. Mis párpados pesaban demasiado para abrirlos, y un dolor opaco, profundo, residía en mi abdomen y mi espalda baja.
Había oscuridad, y un frío que no era de la habitación. Era un vacío.
Sentí que flotaba entre dos realidades: la niebla pesada de la anestesia, y una certidumbre terrible. Cuando el coche impactó, no sentí el metal; sentí una presión enorme, una explosión de energía que me rodeó, protegiendo mi cuerpo. Recuerdo la luz magenta, mi propio escudo, y un juramento mudo que hice: Protegerlo.
La conciencia regresó de golpe, y con ella, una verdad tan fría que me hizo jadear. Me faltaba algo. El instinto que me había guiado durante meses, la pequeña luz energética que ardía en mi vientre, se había apagado. Estaba sola.
Abrí los ojos. La luz artificial del hospital me quemó.
Vi tubos, monitores, y luego, lo vi a él.
Alexander. Estaba sentado en una silla