Bajo el manto de estrellas que parecían susurrar secretos ancestrales, Arya sintió el peso de la responsabilidad asentarse en sus hombros. Las palabras de Arion, resonando como un eco sagrado, se convirtieron en el faro que iluminaría su camino en la oscuridad que se avecinaba. Ya no era la joven dubitativa y traumatizada por su pasado. Ahora, era Arya, la guerrera renacida, forjada en el fuego de la adversidad y templada por la amistad inquebrantable.
La mañana siguiente amaneció con un brillo frío y prometedor. El pueblo de Sevilla se desdibujaba en la distancia mientras el grupo, compuesto por Arya, Arion y una docena de caballeros leales a la corona, se adentraba en los bosques sombríos que conducían hacia el sur, hacia el corazón de la oscuridad donde la secta aguardaba. Arion, montado en su corcel blanco, avanzaba a la cabeza, su rostro serio y concentrado. Arya lo seguía de cerca, sintiendo la familiar vibración de su espada contra su pierna y el