Al día siguiente, Arya despertó con un grito ahogado atrapado en su garganta. El eco de la pesadilla aún resonaba en su mente: el rostro de Elandor, la fría hoja de su daga, el inconfundible olor a sangre y ceniza que parecía haberse adherido a su piel. El corazón le latía desbocado en el pecho, un tambor de angustia y culpa, por mucho que se dijera a sí misma que era justicia. El sudor frío le perlaba la frente.
Se obligó a levantarse, la imagen persistente en su retina. Se bañó con agua helada, buscando disipar los fantasmas de la noche, y se cambió con movimientos mecánicos. La máscara de acero que solía llevar se sentía más pesada que nunca mientras se dirigía a encontrarse con Arion, quien ya la esperaba para desayunar.
—Buenos días, princesa Arya —dijo Arion, su voz suave, observando su rostro pálido pero firme. Hizo un leve saludo con la cabeza y le ofreció una silla, sus ojos penetrantes buscando una señal en los de ella.
—Buenos días, alteza —correspondió Arya, su voz a