II

El Primer Roce del Cuervo y la Rosa

La discusión con aquel bárbaro, el Capitán De Nyx, había llegado a su abrupto y exasperante final. Nos subimos cada uno a un carruaje diferente: él, en el vehículo principal, su figura rígida presagiando un viaje tenso; yo, en el carruaje del centro, con mis damas de compañía asomadas a las ventanas, susurrando y exclamando sobre las bellezas del paisaje. "Solo es un sueño," murmuraban, y cada palabra me irritaba más, reavivando el eco de las acusaciones de Ryke: "no era diplomática," "un orangután," incluso un orangután tenía más cerebro que aquel idiota. Suspiré, tratando de sumergirme en las páginas de mi libro, un refugio de la realidad, cuando de repente, los carruajes se detuvieron. Bruscamente.

Un silencio sepulcral descendió sobre nosotros, tan denso que parecía absorber el mundo. No se escuchaba ni el batir de las patas de los caballos, ni el murmullo de los guardias; era como si la vida misma se hubiera paralizado en ese instante. Las risillas nerviosas de mis damas de compañía desaparecieron, sus rostros pálidos en el crepúsculo del carruaje, volviendo la atmósfera aún más tétrica. En un impulso de valentía, impulsada por una mezcla de curiosidad y exasperación, decidí bajar. Lentamente, procurando no hacer ruido, mis pies buscaron el suelo. Pero el terreno, empapado por la lluvia reciente, estaba resbaladizo, y casi caigo. No lo hice solo por dos razones: la primera, porque me sujeté con fuerza al marco de la puerta, y la segunda, porque las manos firmes del gran Capitán Ryke De Nyx me estaban sujetando. Su cercanía me trajo una mezcla de alivio y una familiar oleada de irritación.

__¿Esta es la princesa diplomática que intentan hacer que gobierne el palacio?__espetó Ryke, su voz teñida de un sarcasmo mordaz, su mirada fija en mis pies desequilibrados.

__¿Y este es el Capitán de la Guardia que detiene todos los carruajes y no va a informar a la heredera lo que sucede?__repliqué con la misma acidez, intentando zafarme de su agarre.

__¿Acaso usted no afirmó que yo solo utilizo la fuerza bruta?__Su tono era un desafío.

__Es un cavernícola__respondí, tratando de incorporarme por completo. Pero, en un movimiento inesperado y deliberado, me soltó, dejándome caer sobre la tierra mojada con un chapoteo indigno.

Me puse de pie, mis ojos brillando con una furia fría. Con una sonrisa sardónica, tomé un puñado de aquel musgo verdoso y resbaladizo del suelo y, con una rapidez que lo sorprendió, lo estrujé en el glorioso uniforme del Capitán, justo sobre su impecable cota de malla. El verde vibrante se esparció sobre el metal pulido, un ultraje silencioso a su pulcritud.

__Ahora__exigí, mi voz cortante como el cristal__me va a llevar al pueblo más cercano y buscará ropa adecuada para mí antes de que aquel principito llegue.

Ryke frunció el ceño, una vena palpitando en su sien.

__Si va a ser reina, tiene que dejar de ser tan caprichosa.

__¿Caprichosa?__Mi voz se elevó, resonando en el silencio__No soy quien acaba de arrojar a la heredera del trono solo porque no comparte mis ideales. No soy tan idiota como usted, a menos que tenga una buena explicación o razón para detener los carruajes sin consultar nada. ¡Le exijo que me lleve hasta el pueblo cercano de inmediato!

No me di cuenta de lo fuerte que había hablado hasta que vi a algunos guardias y a mis damas de honor asomar la cabeza por las ventanas de los carruajes, sus expresiones una mezcla de asombro y alarma. Había estado gritando.

__Está bien, princesa__dijo Ryke, con un tono burlón, mientras ejecutaba una reverencia exagerada que me hizo hervir la sangre.

Subí al carruaje, sintiéndome tan enojada que apenas podía respirar. ¿Cómo era posible? ¡Era absurdo! Aquel hombre era un idiota, un gran idiota. El carruaje comenzó a moverse de nuevo, y poco después, llegamos a un pequeño pueblo. Dos guardias y una de mis damas de compañía bajaron a buscar un vestido. Pero claro, no era la única que estaba sucia; mi ira se atenuó un poco al darme cuenta de que, a pesar de lo mucho que odiaba a Ryke, ahora mismo eso no importaba. Íbamos a representar al reino, frente a una nación que bien podría estar planeando atacarnos.

La señora de la posada, con una sonrisa amable que me recordó los gestos tiernos de mi antigua nana, asintió y nos dio las llaves de las distintas habitaciones. Mis damas de compañía, con la misma premura con la que habían ajustado mi corsé esa mañana, me acompañaron. Al ducharme, sentí el alivio del agua tibia lavar la tensión y la suciedad, preparándome para lo que vendría. Una de mis damas me ayudó a vestirme; el vestido elegido era un sencillo pero bonito atuendo morado. No era tan extravagante como los que usaba en la corte, pero sí digno de una noble, o incluso de una princesa en un viaje discreto. El tejido caía suavemente, permitiéndome moverme con una libertad inusual, y el color, un suave lavanda, contrastaba con el rojo ardiente de mi humor.

Una hora después, reanudamos el camino. El carruaje de Ryke seguía delante, su silueta erguida incluso a la distancia, y yo, envuelta en mi nuevo atuendo, miraba el paisaje, el sol filtrándose entre las copas de los árboles, proyectando intrincadas sombras danzantes sobre el sendero. La calma duró poco. Apenas habíamos dejado atrás el último linde del bosque que marcaba la entrada a las tierras del reino contiguo, cuando una lluvia de flechas oscureció el cielo. El carruaje delantero se detuvo abruptamente, seguido por un estruendo metálico y el relincho asustado de los caballos. ¡Una emboscada!

Los gritos de los guardias y el choque del acero resonaron a través del aire. Mis damas chillaron, refugiándose, aterrorizadas, en el fondo del carruaje. El corazón me dio un vuelco, no por miedo, sino por una repentina y fría determinación. Lejos de la creencia de Ryke, que me veía como una simple dama de corte, la Reina Madre me había instruido en algo más que bailes, bordados y el arte de la conversación insulsa. Había un viejo y gruñón caballero, un maestro de esgrima jubilado al que Ryke despreciaría por su falta de "brutalidad", que me había enseñado la danza del acero en secreto, la sutiliza de la defensa, el arte del desequilibrio.

Con una resolución repentina, abrí la puerta del carruaje y salté al exterior, el vestido morado ondeando alrededor de mis piernas mientras mis pies buscaban apoyo firme en la tierra. Un grupo de asaltantes, con los rostros cubiertos por pañuelos toscos y armas rudimentarias, se acercaba a nuestro carruaje, buscando a la "presa fácil". Creían que encontrarían a una princesa desvalida.

__¡A cubierto!__la voz de Ryke, atronadora, se escuchó por encima del fragor de la batalla. Lo vi luchar con una ferocidad salvaje, su espada un borrón plateado, un torbellino de metal contra los atacantes que lo asediaban.

Pero yo ya estaba en acción. Recogí la falda de mi vestido con una mano y, recordando las lecciones secretas, me lancé hacia el más cercano de los atacantes. Él, sorprendido por la audacia de una princesa vestida de seda, dudó un instante. Fue tiempo suficiente. Esquivé su golpe con una agilidad que nadie esperaría de mí y, usando el peso de mi cuerpo y un movimiento inesperado aprendido de mi maestro, lo desarmé, enviando su arma al suelo con un eco metálico. Mis movimientos no eran los de una guerrera curtida en mil batallas, pero sí los de alguien que conocía el arte del desequilibrio y la defensa eficiente. La sorpresa en el rostro del asaltante antes de que uno de los guardias de Ryke lo inmovilizara fue mi pequeña victoria personal. Otro se acercó, con una daga reluciente. Esta vez, mi mano encontró una pesada rama caída, un trozo de roble nudoso, y la empuñé como un arma, bloqueando su ataque con un golpe certero en el codo que lo hizo retroceder, tambaleante, soltando un gemido de dolor.

La mirada de Ryke, por un instante, se cruzó con la mía en medio del caos. Había una mezcla de asombro y algo que parecía… ¿respeto? en sus ojos, una fracción de segundo de reconocimiento que lo decía todo. Él, el gran Capitán que predicaba la fuerza bruta, había subestimado a la "princesa diplomática". Y yo, la princesa que él creía caprichosa, había demostrado que no solo podía gritarle, sino también defenderse, y con una astucia que su método "cavernícola" jamás entendería. La emboscada, lejos de ser un mero peligro, se había convertido en el escenario inesperado de una revelación. Una nueva etapa en nuestra insólita rivalidad había comenzado.

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