El sol se elevaba perezoso sobre las colinas cuando Cassandra terminó de preparar la canasta de picnic. Sus manos se movían con precisión mecánica mientras empacaba los sándwiches, las frutas y los jugos. Había aceptado esta salida familiar más por Emma que por ella misma, se repetía como un mantra. Sin embargo, el nerviosismo que sentía en el estómago contradecía sus pensamientos.
—¿Necesitas ayuda? —La voz de Thomas la sobresaltó. Estaba apoyado en el marco de la puerta, con el cabello húmedo y una camisa azul que resaltaba el color de sus ojos.
—Ya casi termino —respondió ella, evitando mirarlo directamente—. Emma está muy emocionada.
—Lo sé. Me lo ha dicho unas veinte veces desde que despertó —sonrió él, acercándose para tomar la canasta—. Déjame llevar esto.
Sus dedos se rozaron por un instante, y Cassandra retiró la mano como si hubiera tocado fuego. Diez años después, y su cuerpo seguía reaccionando a él como si el tiempo no hubiera pasado.
Emma apareció en la cocina con su moc