El comedor de mis padres siempre me había parecido demasiado grande para una familia tan pequeña. La mesa de caoba pulida, heredada de mi abuela, brillaba bajo la luz de la lámpara de cristal como si fuera el escenario de una obra de teatro donde todos interpretábamos roles asignados: la hija que regresa, el ex que busca redención, la nieta perfecta, los abuelos protectores.
Emma balanceaba sus piernas bajo la mesa mientras devoraba el pastel de chocolate que mi madre había preparado especialmente para ella. A su lado, Thomas cortaba pequeños trozos con el tenedor, masticando lentamente como si cada bocado requiriera toda su concentración. Probablemente así era: concentrarse en la comida era mejor que enfrentar la mirada de mi padre, que lo observaba desde el otro extremo de la mesa como un halcón estudiando a su presa.
—Entonces, Thomas —la voz de mi padre rompió el silencio artificial que se había instalado entre nosotros—, ¿cuánto tiempo planeas quedarte esta vez?
La pregunta cayó