Ariadna se deslizó de nuevo a la suite de invitados que Dante le había asignado. No era una prisión, sino una jaula de oro. El aire acondicionado silencioso, el olor a limpieza costosa y la luz filtrada a través de las cortinas motorizadas creaban una atmósfera tan aséptica como opresiva. Era un lugar diseñado para la comodidad, no para la vida.
Dante se había marchado a su estudio, dejando un vacío cargado de órdenes y amenazas veladas. Céntrate en no romper la cadena de seguridad. Su voz resonaba en la cabeza de Ariadna, fría y controladora. Pero Ariadna no era un eslabón en su cadena. Era una mujer herida que necesitaba aferrarse a lo último que le quedaba de su vida normal.
Se dirigió al amplio baño. El mármol blanco y negro brillaba bajo la iluminación regulable. Retiró la ropa prestada que Dante le había puesto y se metió bajo el chorro caliente de la ducha. El agua era un alivio, un intento inútil de lavar la sangre seca y el sudor frío del pánico de la mañana. Intentó frotar l