Un Santuario de Cristal y Sombra
El silencio dentro del Bentley blindado era un bálsamo suntuoso contra la oscuridad áspera del bosque que dejaban atrás. La cabina, forrada en cuero de la mejor calidad y con paneles de madera pulida, era un santuario insonorizado que olía a ozono y a la colonia masculina de Elías, una fragancia de sándalo y peligro contenido.
Ariadna, exhausta por la adrenalina y la revelación apocalíptica, se acurrucó contra el hombro del Alfa. Él la había cubierto con un cashmere gris que, a pesar de su sencillez, se sentía increíblemente suave, como si estuviera tejido para la realeza.
—Cierra los ojos, mi vida —murmuró Elías, su voz vibrando cálida en su oído—. Ya tuvimos suficiente drama para una semana. Por un par de horas, solo piensa en nosotros.
Elías no era solo un Alfa; era la encarnación de una riqueza ancestral, un hombre que se movía con igual facilidad en el Consejo de la Manada que en los consejos empresariales de las ciudades más importantes del mundo