El Fuego de la Guardiana
El aullido de derrota de Alaric se había extinguido, dejando un vacío ensordecedor en la penumbra helada de la cripta. La muerte era un silencio denso, pesado, que se pegaba a la piel y a la piedra. Sobre el cadáver del traidor, el lobo plateado y maltrecho de Elías jadeaba, su pelaje empapado en sangre ajena y propia.
Ariadna, liberada de la mordaza, no pronunció la palabra que se había quedado atrapada en su garganta. No dijo "Te amo", ni preguntó "¿Estás bien?". En su lugar, se levantó tambaleándose, con los ojos verdes fijos en la criatura que había masacrado a su enemigo. Elías se había acercado a ella cojeando y le había quitado el trozo de cuero con el hocico, un gesto de intimidad que había roto la barrera de su forma animal. En ese instante, él era solo suyo: su protector, su Alfa herido.
Pero la victoria era una ilusión efímera. La tensión en el cuerpo del lobo de Elías no era solo la fatiga del combate; era un temblor más profundo. Elías gimió, un s