En su habitación, el peso de la nueva realidad asaltó a Ariadna con una furia silenciosa. La cena había sido un suplicio. Elias, imponente y enigmático, había hablado del progreso del laboratorio con la misma frialdad con la que un general discutía la logística de una batalla. No hubo mención a la revelación de la mañana. No hubo ni una pista de la antigua maldición.
Ariadna se encontraba de pie frente a la ventana reforzada, la mano apoyada en el cristal helado mientras miraba hacia la oscuridad impenetrable del bosque. El aullido de los lobos, tan cerca, ya no le provocaba un miedo paralizante. En su lugar, había una punzada de pánico, una que nacía del entendimiento de la situación. No era solo el miedo a una bestia lo que la atormentaba; era la revelación de que un mundo que consideraba mitológico era real, y ella, Ariadna Vega, una mujer de ciencia y lógica, estaba en el centro de él.
Se sentía como una hoja en medio de un huracán. Su tío Carlos, un traidor que la había entregado