Maddison
El aire huele a polvo y promesas viejas. Me siento como un fantasma mientras recorro este lugar apartado que Andrew insiste en mostrarme. Es una casona antigua en las afueras de la ciudad, rodeada de encinas centenarias que proyectan sus sombras largas sobre el sendero de piedra. Claire camina a mi lado, sosteniendo su bolso. Andrew va delante de nosotras, entusiasmado, señalando los detalles con esa sonrisa suya que empieza a parecerme demasiado perfecta.
—¿No es precioso? —dice Andrew, girándose para mirarme—. Imagínate aquí, caminando hacia mí, vestida de blanco, mientras el sol del atardecer ilumina tu rostro.
Trago saliva. El corazón me late lento, pesado. La idea de vestirme de blanco y jurarle amor eterno a alguien que no amo me parece casi cómica, pero no me río. No hay nada gracioso en este juego.
—Es bonito —murmuro, porque es lo que se espera que diga.
—No solo bonito, Maddison. Es el lugar donde vamos a empezar de nuevo. —Andrew se acerca, toma mis manos entre las