Berlín, Alemania
Emilia
La habitación está en silencio. Por suerte es esa clase de silencio que no incomoda, que no pesa ni aplasta. Es un silencio cálido… como si aún conservara el eco de su respiración. De su presencia.
Estoy sola. Viktor se marchó hace rato. No sé a dónde. No pregunté. Solo sé que cuando desperté de nuevo, él ya no estaba. Pero aún lo siento. En la cama, en la almohada, en mi cuerpo.
Y por primera vez, en mucho tiempo, no siento miedo.
Mis dedos acarician la sábana junto a mí, el espacio que ocupó durante la noche. No fue un sueño, tampoco fue un delirio de mi cabeza agotada. Él estuvo ahí. Me abrazó. Me dejó recostar mi mejilla sobre su pecho. Y no me apartó.
Dios… si tan solo supiera lo que significó eso para mí.
Cuando abrió los ojos y me vio, pensé que me rechazaría. Que daría un paso atrás como lo hizo aquella vez. Que me empujaría, como si mi cercanía fuera un pecado que no está dispuesto a cometer. Sin embargo, no lo hizo. Me dejó quedarme. Me dejó hablar y