Berlín, Alemania
Helena
La cuchara de madera raspa el fondo de la olla, pero mi mente está a kilómetros de distancia. Estoy aquí, en la cocina de la mansión, ese lugar donde todo parece calmo, donde puedo fingir que no pasa nada afuera, donde no existe él.
Konstantin.
Solo pensar su nombre hace que mis manos tiemblen. Aprieto más fuerte el mango de la cuchara y suspiro hondo, intentando recuperar el control. Me obligo a enfocarme en el guiso que preparo, en los cortes perfectos de la cebolla, en el aroma del tomillo, en el calor que emana de la estufa.
Aquí estoy a salvo, no puede tocarme. Pero no hace falta que lo vea. No hace falta que lo escuche. Mi cuerpo sabe que está cerca.
El aire cambia cuando él entra. Es como una ráfaga helada que me golpea la espalda y, sin embargo, el calor sube por mi cuello hasta mis mejillas. Me tenso. Cada fibra de mi cuerpo se tensa, como un hilo que está a punto de romperse.
No me doy vuelta, no necesito hacerlo.
—¿Sigues oliendo a canela, o soy yo